Toda historia tiene un final, las mías se retrasan, pero no pueden ser menos...
Linkillo, tan cabrito como siempre...
Se despierta. Y él no estaba... Llora. Sabía que lo había perdido... Aquel sueño parecía tan real, eran felices; reían tranquilos. Ella, preciosa, luciendo una sonrisa que se le hacía extraña; él se le antojaba algo envejecido, debido a las marcas de expresión; también parecía más delgado, como si hubiera trabajado mucho y dormido poco; pero, pese a todo, parecía satisfecho, levantándose antes del alba. Hacía algo que el destino le había impuesto: aliviaba sufrimientos o sufría en el intento. Cuando volvía a casa parecía abatido, pero sonreía en cuanto la veía, sentada, esperándole para comer. Se acercaba a ella, le acariciaba una mejilla y la besaba con más ternura de la que un infante hubiera sido capaz. Lo había perdido.
No reconocía el por qué, pero se sintió desolada y, por un momento, deseó poder haberle correspondido. No era su culpa, supo, nunca lo había sido.
Se levanta de la cama entre la oscuridad, se acerca a la ventana, para abrirla. No le gusta la oscuridad, prefiere que la luz bañe su cuerpo. Desnuda, comienza a vestirse con la ropa que dejó la noche anterior ordenadamente en la silla de su habitación. Un ronquido le sobresalta: aún seguía allí. No le despierta, en vez de eso, escribe un mensaje de texto para enviárselo más tarde. Siente muchas ganas de llorar, no sábe qué creer. Quiere hablar con él, pero teme engañarse a sí misma, engañarlo. Han pasado por mucho, pero nada ya tiene sentido; dejó de tenerlo como la farsa que fue. En silencio, hace acopio de fuerza de voluntad, comienza a andar y se marcha a clase. Por un instante se siente sucia, indigna; pensó que no era su culpa. Que nunca lo había sido.
Para cuando volvió, se encontraba más animada. Al llegar a su habitación no vio ni rastro de su nocturno acompañante. Sonriente, se sentó en la cama. El sueño había sido tan real aquella vez, que le afectó de sobremanera. No sabía el por qué. Era absurdo, despúes de tanto tiempo; no tenía ningún sentido. Pero esa vez no iba a dejarlo pasar. No podía. No era mala persona, ni tampoco un monstruo. Sólamente fueron las circunstancias y lo complicado de la situación. Tras convencerse a sí misma, decidió llamarle.
-Hola, ¿cómo estás?
Llora. Lo había perdido, y sabía que era culpa suya.